En La Paz, cada febrero, la alegría se desborda. Las calles se llenan de mixtura, serpentinas y risas, y entre ellas aparece un personaje inconfundible: el Pepino, símbolo indiscutible del Carnaval Paceño. Pero su historia, lejos de ser una simple anécdota festiva, encierra siglos de creatividad, fusión cultural y resistencia popular.
Hoy, frente a intentos de apropiación en festividades extranjeras, es momento de recordar y reivindicar: el Pepino nació en La Paz y pertenece a su pueblo.
De los Pierrots europeos al corazón de los Andes
Los primeros registros del Pepino datan de 1908, cuando su presencia fue documentada en las entradas populares paceñas. Sin embargo, su origen se remonta aún más atrás, a mediados del siglo XIX, cuando los arlequines y pierrots —figuras de la comedia italiana— llegaron a los carnavales de la élite paceña.
Con el paso del tiempo, esos personajes fueron reinterpretados por la creatividad del pueblo andino. Así nació el Pepino: una fusión entre el Pierrot francés y el K’usillo andino, el bufón ritual de las comunidades originarias. De uno heredó la máscara blanca y la mueca ambigua; del otro, la picardía, el juego y la conexión con la fertilidad y la alegría.
El Carnaval Paceño, un espejo de la sociedad
A principios del siglo XX, el carnaval paceño aún conservaba su aire aristocrático. Las comparsas desfilaban en carruajes, las fiestas eran exclusivas, y los salones de baile marcaban el ritmo de la celebración. Pero desde los márgenes, el pueblo paceño comenzó a apropiarse del carnaval y a hacerlo suyo.
Los barrios populares le dieron identidad. Los jóvenes, los artesanos y las cholas llenaron las calles de música y color. Fue entonces cuando el Pepino se convirtió en el alma de la fiesta: el personaje libre, irreverente y festivo que simboliza el espíritu del pueblo.
El Pepino y sus culpas
“El Pepino tiene la culpa, de él es la wawa”, reza el dicho popular.
Durante el carnaval, este personaje encarna la liberación total de las normas morales y religiosas. Su “chorizo” simboliza la fertilidad, su risa el desenfreno, y su baile, la celebración de la vida misma. Pero tras esa máscara de alegría, también se esconde la tristeza del pueblo que ríe para no llorar.
Como toda figura mítica, el Pepino tiene su destino: tras los días de fiesta, muere y es enterrado simbólicamente. Su muerte marca el fin del carnaval y el retorno al orden cotidiano, hasta que vuelva a despertar con la próxima luna de febrero.
Un personaje con doble alma
Según la investigadora Vida Tedesqui, el Pepino refleja una “hibridación entre el arlequín francés y el kusillo andino”. Su máscara con tres cuernos, su vestimenta colorida y su andar juguetón son testimonio de una reinvención cultural única. En sus colores celestes y rosados —ni masculinos ni femeninos— habita una figura andrógina, libre, símbolo de la renovación y la fertilidad.
Por eso, más que un disfraz, el Pepino es una creación colectiva: una obra de arte popular que encarna la historia, el humor y la resistencia del pueblo paceño.
Identidad, patrimonio y orgullo
El Pepino no es sólo parte del carnaval: es la esencia misma de La Paz.
Su risa burlona, su danza frenética y su presencia en cada esquina durante el Anata y el Jisk’a Anata son testimonio de un legado vivo que pertenece a Bolivia.
Hoy, más que nunca, es necesario reivindicar su origen. El Pepino no se copia ni se exporta: se vive en las calles de La Paz, entre mixtura, ritmo de banda y corazón paceño.
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